Ante todo, no debemos perder de
vista que la Hispanidad comenzó cuando, sobre un pilar, la Madre de Dios se
apareció a Santiago Apóstol, abatido en medio del camino, y le dijo:
¡Evangeliza!
Bajo esta perspectiva se levanta
con coherencia toda nuestra historia y la del 12 de octubre. Los seis siglos
que siguieron a aquel ¡evangeliza! sirvieron de simiente para que en Toledo el
rey Recaredo confesara la fe católica, y la monarquía visigoda unificó a todos
los hispanos por vez primera bajo esta voz: ¡Evangelicemos!
Y desde el 711, perdido el suelo
patrio y perdida España una vez, don Pelayo engrandeció lo que posiblemente fue
una escaramuza pero trascendental, que permitió la cabalgada póstuma del Cid
sobre Valencia, las Navas de Tolosa, el santo rey Fernando III, el sabio
Alfonso X, el conquistador Jaime I y finalmente el pueblo de Granada que se
rinde a sus reyes. Isabel y Fernando, recibidas las llaves entre las lágrimas
de Boabdil, pronunciarían humildes, tras 1492 años de espera: ¡Hemos
evangelizado las Españas!
Y en la Pinta, la Niña y la Santa
María zarparon con el beneplácito e impulso reales, Colón y un puñado de
valientes que, en este y otros viajes, proseguían la marcha civilizadora que
comenzara en Covadonga. La reina Isabel oraba en un rincón de Extremadura y la
Madre de Dios la escuchó: estaban en Guadalupe, y de aquellas tierras Dios
bendijo a la Corona con hombres de extraordinaria entrega que por el rey don
Carlos libraron del tormento a Tlaxcaltecas y Aztecas. Hernán Cortés, Alvarado,
Pizarro, Pedro de Valdivia, entre tantos más, fueron adalides de una bandera
que, con las aspas de San Andrés, proclamaban a sus hombres: ¡Evangelizad!
Y como en la madurez de todo
hombre, la Hispanidad fue la vocación cumplida de los españoles: vascos, castellanos,
catalanes o extremeños se unieron a mexicanos, peruanos, chilenos o argentinos
para que las Españas que todos formamos bajo el nombre de hispanos fuesen una
llamada al orbe entero que admiraba cómo la fe en Dios, la confianza en su
Madre, la lealtad a sus reyes y fidelidad a su tradición, creaban un gran
pueblo, el mayor que nunca jamás se vio en la historia. Y en el sentimiento de
todos, una enseñanza de Amor: el ¡Evangelio!
Es hoy, cuando obstruidos los
entendimientos por la miseria humana, la Hispanidad se yergue quizás más resplandeciente
ante nuestros ojos que, acostumbrados a la oscuridad hodierna, tal vez retiren
la mirada. Pero no por ello ha de dejar de lucir porque es su Luz la que nos
permite caminar y, aunque abatidos como Santiago en medio del camino, cansados
y desanimados, en algún pilar, en algún recodo, o en el interior de nuestra
alma española e hispana, la Virgen del Pilar, Nuestra Señora de Guadalupe, en Cáceres
o en el Tepeyac, nos vuelve a interpelar: ¡Reevangeliza!