A raíz de una publicación de Javier Garísoain en Facebook se produjeron en su muro una serie de comentarios sobre el tradicionalismo
político y el religioso. La idea expuesta inicialmente por Javier es que ser tradicionalista
político no implica ni conlleva ser católico tradicionalista. Cosa que básicamente comparto, aun con algún matiz que quise añadir. El caso es que he
aportado mi modesto grano de arena pero no me he quedado satisfecho con el
resultado de la síntesis que he intentado realizar, así que intentaré ahora
exponerlo aquí de un modo algo más sosegado.
1.- El tradicionalismo y la tradición
Creo que es imposible entendernos si antes no sabemos de qué
hablamos ni lo que entendemos cada uno por las palabras que empleamos. Así, por
tradicionalismo entiendo el movimiento que propugna la tradición como
presupuesto para el progreso, siendo su vehículo la fidelidad a unos mismos
principios y coherencia en su defensa a lo largo del tiempo y el espacio. Dejando
de lado expresamente el tradicionalismo filosófico, expresamente condenado por
la Iglesia, me debo centrar en el tradicionalismo político y el religioso.
Tradición, en su acepción originaria, es aquello que se entrega
(del latín “traditio”: entrega). Y para que se entregue debe existir un
receptor. Siendo esto algo obvio, no es infrecuente que se pierda de vista. La
tradición puede morir, bien porque lo que se entrega no es lo recibido, o bien
porque directamente no existe receptor legítimo.
2.- La Tradición en la Iglesia y la imposibilidad de un
catolicismo tradicionalista
En el caso de la fe es la Iglesia quien recibe legítimamente
la revelación de manos del propio Dios. Aquello que se entrega no es ni más
ni menos que el depósito de la fe, recibido en su totalidad pero que la Iglesia va
entendiendo a lo largo del tiempo bajo la inspiración del Espíritu Santo que nos enseña “todas las
cosas” (Juan 14, 26), y lo recoge en el Magisterio perenne. Es por
ese motivo que se dice que la Tradición está “viva”: porque “crece” según la
Iglesia militante camina y avanza en el camino de la santidad. Así, solo la Iglesia es y puede ser sujeto
receptor de la revelación por medio de la Sagrada Escritura y la Tradición
Apostólica, que la transmitió bajo la
autoridad de Pedro hasta el Papa Francisco y los Obispos en comunión con él. Tradición, ministerio Petrino y autoridad, van intrínsecamente unidas. Por
esto mismo, y siendo que el “fenómeno” tradicionalista suele surgir allí donde
la tradición ha sufrido una discontinuidad (lo que implica que su “receptor” no
la reciba en su totalidad), este fenómeno, propiamente dicho (aunque sí hay una
manera impropia que luego mencionaré), es imposible que exista en materia de fe, entre otras cosas porque nadie tiene autoridad suficiente como para usurpar las palabras
del mismo Cristo, que a Pedro dio las llaves para atar y desatar y que además nos prometió que
las puertas del infierno no prevalecerán. Un fenómeno tradicionalista en este
plano implicaría no solo la pérdida de la fe sino una ideologización de la
tradición, de modo que ya no sería algo concreto que un mismo receptor legítimo
recibe y hace crecer, sino que lo convierte en algo estático cuyo receptor es
un ente abstracto en contraposición a la cabeza visible (de ahí que se hable, a
veces despectivamente, de “Iglesia de Roma” en contraposición a la “Iglesia
Eterna”) y sobre todo vinculado a unas formas y modos específicos inadaptados.
3.- Tradición política y necesidad del tradicionalismo
Sin embargo, en el plano político, el resultado de la
tradición es la Patria, surgida de forma natural sobre unas instituciones y los
principios que las informan. La tradición siempre es algo concreto y real, lo
opuesto a la ideología, que es ideal y abstracta. La Patria es una realidad
sagrada pero temporal y como tal no goza de la infalibilidad ni eternidad de esa
otra sociedad espiritual que es la Iglesia. Es factible, pues, que esa Patria
se diluya, desaparezca o, por decirlo más propiamente, muera de inanición
(separación de la tradición). Es por eso que el tradicionalismo no solo es
posible sino que solo en él se puede continuar hablando, propiamente, de
Patria. Son, pues, aquellas familias que siguen conservando, aun siglos después,
esa tradición y organización patria, en la medida en que luchan por su
reconstrucción y renovación, los que forman el grupo social y político del tradicionalismo,
organizado o no. En el caso de España, está claro que desde 1833 la España que
se negó a morir defendiendo la Patria en su integridad, con sus instituciones,
su fe, su rey y sus libertades ha continuado ininterrumpida pero cada vez de
forma más menguada luchando bajo el nombre de carlismo, por Don Carlos, que fue
el primer rey que, usurpado el trono, lo disputó legítimamente.
Llegados a este punto, cabe una pequeña conclusión previa: el
tradicionalismo político es necesario cuando se da la espalda a la tradición en
la Patria. En la fe, como quiera que el presupuesto de hecho es imposible, no cabe
el tradicionalismo si no es como ideología y, por tanto, como falsa defensa de
la tradición, por muy acompañado de elementos buenos. Sabemos, por el mysterium
iniquitatis, que en esta vida el mal y el bien se encuentran misteriosamente entremezclados, pudiendo existir elementos de verdad y bien en lo que es malo, y viceversa. Por decirlo en lenguaje bíblico: junto al trigo siempre habrá una
cizaña, que sólo será segada en el Juicio Final.
4.- Posibilidad de una imprecisión terminológica:
tradicionalismo “impropio”
Dicho todo lo cual, a nadie se le escapa que en una
coyuntura como la actual de apostasía generalizada, de disolución social, desnortamiento
y confusión generalizados, aquellos que mantenemos una militancia
tradicionalista en el plano político, al ver cómo la cizaña envuelve al trigo
en la Iglesia, corremos el riesgo de perder la fe y desobedecer al Señor: “dejad
que crezcan ambas hasta la siega” (Mt 13, 29), desesperándonos sin recordar el “non
praevalebunt” que vino junto con el “Tu est Petrus”. Y con ello, refugiándonos en
la seguridad de una tradición que han segado previamente de raíz, se corre el riesgo de
pensar que la tradición (i.e. trigo) está en el “granero” y no en el “campo”. Es
decir, han desobedecido al Señor y han segado antes de tiempo.
Pero esta actitud última no se justifica por lo desolado de
un entorno ensoberbecido, secularizado y empecatado. Los que descubren en la
tradición un tesoro que, desempolvado, brilla por encima de la mediocridad y maldad
reinantes, descubren también el reinado absoluto de Cristo en la historia de su
Iglesia y la primacía de su Misericordia. Por eso entienden los
pronunciamientos magisteriales de las últimas décadas en consonancia y a la luz
de la tradición revelada, agradecen profundamente al papa Benedicto XVI que diera
a conocer el criterio de la Hermenéutica de la Continuidad y reciben
humildemente aquellas verdades que el Espíritu Santo sigue iluminando hoy en día,
con sus carismas propios y realidades nuevas, para que profundicemos en la Verdad
dando respuestas a todos los hombres de cada tiempo. En el campo litúrgico, por
ejemplo, son devotos de la forma extraordinaria del rito romano y ansían su
vivencia de nuevo por toda la Iglesia pues son conocedores de que su belleza,
su solemnidad y la acentuación del misterio de la Cruz están destinadas a enriquecer
la forma ordinaria. A su vez, entienden que la forma extraordinaria puede
enriquecerse en sencillez por la forma ordinaria, y que ambas son formas válidas de un
mismo rito y que, por tanto, han de tender a una armonización entre sí en
continuidad con toda una historia de desarrollo orgánico, siendo la liturgia un
don divino y no creación humana. Este acento en la tradición, este buscar en
ella para entender mejor y más profundamente la Iglesia actual, en perfecta
comunión con el papa, podría hacernos hablar de cierto “tradicionalismo”. Como
defensores y propulsores de la tradición (en contraposición a los
revolucionarios o los obsesionados con una Iglesia novedosa y acomodada al
mundo) no pocos han hablado de verdadero tradicionalismo, y ciertamente lo considero
más “verdadero” por estar en la Verdad de la comunión eclesial pero no en
cuanto a la precisión del término, por las razones ya expresadas. Son por
tanto, si se quiere, tradicionalistas en sentido muy impropio, aunque hasta un
gran Santo Padre como San Pío X haya usado este término. Son, como considero
más apropiado, católicos o católicos tradicionales, y entre estos, fieles al papa, sí, nos
encontramos muchos que, en lo político y con todas las consecuencias,
somos tradicionalistas. En español: carlistas y, como tales, simplemente
católicos, apostólicos y romanos (¡muy romanos!). Vamos, en definitiva, Omnes cum Petro, ad Iesum per
Mariam.