02 febrero 2014

Somos libres y defendemos la libertad


La libertad moderna
En la segunda lectura de la Misa (forma ordinaria) de hoy se lee que Jesús, muriendo, “liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos”. Al escucharlo, más allá del sentido puramente teológico de la Gracia como fuente de Salvación, y al igual que en aquel pasaje donde se nos dice que la verdad nos hace libres (cfr. Jn 8, 32), se hace uno consciente del carácter tremendamente liberador de la fe. Este carácter es precisamente lo que no tuvieron claro aquellos pseudoteólogos, marxistas, de la “liberación”. Lo mismo que los liberales, los liberacionistas, al rechazar el dogma rechazan la libertad. Por eso mismo no debemos, como católicos, minorar ni un ápice nuestra defensa, hasta apasionada, de la libertad. “La libertad es cristiana, la cosa nos pertenece, reivindiquemos, pues, el nombre” dice Aparisi y Guijarro.
Y se me ocurren dos formas en las que alegrarnos, explicar y reivindicar la libertad. La primera se la tomo a Chesterton, que en un punto del último capítulo de “Ortodoxia” señala cómo los países católicos son aquellos donde “todavía se canta, se baila, se lleva ropa de colores alegres y hay arte al aire libre. La doctrina católica y la disciplina pueden ser un muro, pero es el muro del patio de recreo.” En efecto, la vida es un camino que va ascendiendo una montaña. Los dogmas y la doctrina son los muros que se yerguen para darnos la seguridad de no caernos en el acantilado. Sin muro los niños no juegan, no caminamos ligeros ni podemos cantar y dar palmas mientras avanzamos en grupo. No, nos podemos caer por el precipicio, por eso sin muro los caminantes o se caen o se apilan en fila india, estáticos, con miedo a la caída. Nuestras carreteras están plagadas de barreras, que por algo se llaman “quitamiedos”. Chestertoniano debió de ser quien las bautizó así. Con muros (dogmas), no hay miedo dentro, por lo que somos más libres y más alegres.
La segunda forma es simplemente doctrina católica y tomista. Doy por sentado que entendemos que la persona, como ser racional, posee la facultad de pensar y elegir mediante la participación de su inteligencia y su voluntad. La libertad, por tanto, es propia de la persona, no de los animales, y consiste en optar voluntariamente. Sin opción y sin la acción de elegir no hay libertad. Si acaso, de un modo abstracto o potencial. Crece o se hace real mediante su ejercicio. Es razonable por tanto pensar que la persona que elige libremente es más libre que quien no elige nada, porque se equipara a quien no puede elegir. Ahora bien ¿qué ocurre después con nuestras elecciones? Es hoy lugar común que los compromisos y ataduras coartan la libertad, pero no es coherente con lo que hemos dicho. Una elección que no tiene consecuencias reales y duraderas se equipara a una no-elección y por tanto con la falta de libertad. La libertad, por tanto, consiste en la asunción de compromisos irrevocables. Cuantos más compromisos irrevocables asume voluntariamente una persona, más libre es.
Como los modernos todo lo entienden con el lenguaje del dinero, lo explicaré diciendo que la libertad es un medio de pago. El que lo acumula bajo la almohada sin tocar y vive como un pobre, aunque se engañe pensando en lo que tiene escondido, es un pobre. Y lo será hasta que empiece a gastarlo. Ahora bien, cuando lo gaste, bien puede adquirir bienes muebles u objetos perecederos que luego tira por la calle, o bien adquiere tierras y bienes inmuebles que, en lenguaje contable, son los activos fijos de todo balance. El primero es quien confunde la libertad con libertinaje y malgasta la libertad en bienes que luego tira. Es el divorcio, o la ausencia de compromisos vitales. El segundo es quien acumula un patrimonio que le da solvencia. Me da pena tener que recurrir al lenguaje pecuniario, pero así se entiende, ¿no?