No ha pasado ni una semana y ya casi nadie habla de ella. Doscientos años separan una fecha y otra, tiempo suficiente como para que, sin pestañear, se convierta una fecha, el 19 de marzo de 1812, en el referente de algo que no existió: entonces, la absoluta falta de apoyo por el pueblo que se alzó en armas contra el francés a grito de "Viva el Rey, la Patria y la Religión", se ve hoy transmutada en una sospechosa alabanza unánime, al mismo texto que venía a derogar los principios que posibilitaron nuestra gallarda independencia.
Pero no quiero disquisiciones. Es patente:
Dice José Luis Comellas que "lo anómalo [de las Cortes de Cádiz] fue la forma de convocarse y reunirse aquellas Cortes. No hay más remedio que admitir, como reconoce uno de los más importantes organizadores de la reunión, el poeta Quintana, que los partidarios de las reformas comprendieron que la ocasión era única (ausente el rey, sumido el país en una guerra total), y no la desaprovecharon. Las Cortes de Cádiz pudieron así transformar casi sin resistencia el régimen español."
Y es que, de los autores que tengo ahora a mano, Menéndez Pelayo arroja más luz: "aquellas Cortes gaditanas tuvieron, entre sus muchas extrañezas, la de haber sido congregadas por los procedimientos más desusados y anómalos, no siendo propietarios sino suplentes elegidos en Cádiz por sus amigos y paisanos muchos de aquellos diputados, lo cual valía tanto como si se hubiesen elegido a sí mismos".
Sí recomiendo, llegados a este punto, reflexionar un momento, para no insensibilizarnos, sobre los conceptos que salieron de Cádiz: "soberanía", representatividad o el concepto mismo de Constitución. Y el contraste con la realidad: "al terminar la guerra de Independencia, los españoles se encontraron, algunos con gusto, la mayoría con sorpresa, que las bases legales de la convivencia en el país habían sido transformados por completo (Comellas)." Reitero: ¿representatividad? ¿soberanía nacional? ¿Cómo puede ser que el acto que se pretende como el primero de una Nación autoconsciente suponga una "sorpresa" para el sujeto activo de la acción? Quizás Menéndez Pelayo nos da la respuesta "pues sabido es, y muy cándido será quien lo niegue, que mil veces se ha visto por el mundo (y más si pensamos que escribe esto 70 años después de Cádiz) ir por un lado la voluntad nacional y por otro la de sus procuradores", que en las Cortes gaditanas fueron "ciegos y sordos al sentir y querer del pueblo (Menéndez Pelayo)". No fue de extrañar, pues, afirmar como "indudable" el hecho de que "el pueblo recibió con palmas su abolición".
Y, en fin, pensaba al leer todas estas circunstancias que rodearon el latrocinio de Cádiz en cómo explicar al hodierno español medio el pensar que, sobre la cuestión, tenemos los tradicionalistas. Pero gran suerte, una vez más, haber tenido los españoles un rey como Carlos VII quien, con su ejemplo 62 años después de aquellas falsas Cortes, demostró mejor que con mil discursos, cuál es la doctrina española de siempre sobre la verdadera libertad y representatividad sociales. Lo cuenta el Conde de Rodezno, en 1875 y en el transcurso de la llamada III Guerra Carlista (¿y por qué no "liberal"?), cuando las tropas alfonsinas y carlistas se daban una pausa, y Carlos VII reinando de hecho en parte de las Españas:
"el 5 de julio, Vizcaya, foralmente congregada, presentes los procuradores de sus repúblicas, valles, concejos, villas y ciudades, constituída bajo el árbol de Guernica, emblema de sus instituciones históricas. (...) Un gentío inmenso cubría la carretera y seguía ansioso a la numerosa comitiva; todos los edificios aparecían engalanados; el cañón atronaba los aires, volteaban las campanas alegremente y los cohetes cruzaban el espacio. (...) junto al árbol simbólico se alzaba un modesto trono de damasco: lo ocupó Carlos VII, acompañado de su padre, D. Juan de Borbón (...). Comenzó la misa (...) y al consagrar la Divina Hostia, el Rey, posando su mano sobre el Ara, pronunció el solemne juramento". Terminada la misa, se proclamó la "antigua y expresiva fórmula:
¡Oíd, oíd, oíd! ¡Vizcaya, Vizcaya, Vizcaya!¡Por el Señor D. Carlos VII de este nombre, Señor de Vizcaya, y Rey de Las Españas! ¡Que viva y reine con gloriosos triunfos por dilatados y felices años!Cada vez que esta proclamación se efectuaba, era delirante la contestación que el pueblo daba.
Días después, el 7 de julio, y con parecidas ceremonias, D. Carlos fue proclamado en Guipúzcoa y juró en la villa de Villafranca los Fueros de aquella provincia, ante la representación de sus repúblicas, alcaldías y uniones, conforme a las fórmulas inmemoriales."
Sin embargo, reinando en un territorio mucho mayor que la isla de León y de Cádiz, teniendo toda la aclamación popular de sus territorios, nos da la gran lección, pues, sin embargo, "los Fueros de Álava y Navarra no pudieron ser jurados por Carlos VII; los primeros, porque estimó la Diputación de Álava que no estando dominada toda la provincia (...) no estaría representada en toda su integridad; y los de Navarra, porque la proclamación tradicional debiera hacerse en las Cortes del Reino, que las circunstancias no permitían convocar."
Por ello, esta semana, la Comunión Tradicionalista Carlista, ha emitido una breve pero interesantísima nota sobre aquel funesto bicentenario.
Y ahora, a reflexionar: soberanía, representación, legitimidad, legalidad...