13 junio 2020

Aunque sople el viento



Aún resuenan, como el primer día y cada vez con mayor fuerza, aquellas benditas palabras de Charles Péguy:

"Dichosos los que han muerto por dos palmos de tierra".

El poema entero es un canto, una oración "por nosotros los carnales", una oda de bienaventuranza a la carne, pero no como materia desligada de la trascendencia sino (como él mismo señala en otro de sus poemas) a la carne que sabe que "hondas son las raíces del árbol de la gracia". "Lo sobrenatural es, en verdad, carnal", comienza sus versos titulados "doble raíz", donde proclama que "la eternidad misma está en lo temporal":

"Y el árbol de la gracia y el de la naturaleza
han unido sus troncos de modo tan solemne,
han confundido tantos sus destinos fraternos,
que ya es la misma esencia y la misma estatura."

Carne, tierra y eternidad son tres realidades cuya separación no puede hacerse sin cierta violencia. Como el cuerpo y el alma. No hay verdadera carnalidad sin una vocación a la trascendencia, de la que procede y a la que está llamada; pero no puede haber trascendencia sin hundir las raíces en la tierra, que es como decir en la virtud. Todo el misterio de la Encarnación parece también una revelación sobre dónde se encuentra nuestra propia felicidad. Dios se hace carne, y muere en un árbol, el árbol de la Cruz, de donde se hunden las raíces de la Salvación. "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo" (Jn 12, 24). 

Por eso hay quien huye como de la peste (así debiéramos todos), de maniqueísmos varios, tanto materialistas como espiritualistas. 

"Dichosos los que han muerto por ciudades carnales,
pues ellas son el cuerpo de la ciudad de Dios."

El mundo moderno es el mundo de la separación (más aún, contraposición) entre lo material y lo espiritual. Por eso es muy dudoso que produzca frutos buenos. Por eso la política hodierna es el lugar de las ideas, de las ideologías, que odian la realidad circundante para moldearla a espiritualismos varios; es el lugar del hombre abstracto, desencarnado, individuo aislado, de los "valores", de las emociones y, al mismo tiempo, de un hedonismo desenfrenado como medida de todas las cosas. La política se ha desprovisto de lo carnal, es decir, de lo trascendente, para abrazar lo abstracto: la representación de una idea sin contexto, sin padre ni madre, sin raíz...


Sólo entonces podemos entender que la nueva censura neopuritana se las haya vuelto a ver, estos días, con la película "Lo que el viento se llevó". Podría pensarse que la censura se vuelca, con maternal cuidado (risum teneatis), sobre lo que es un alegato nostálgico de un régimen esclavista; contra el "blanqueamiento" (risum teneatis, bis) de la esclavitud. Pero no me interesa demasiado perder el tiempo desmintiendo que la película tenga algo de eso, o que el objetivo bondadoso sea el expresado. Ni entrar en otros aspectos puramente cinematográficos. Cuando leí esta semana lo que HBO quería hacer con ella, lo primero que me vino a la mente es "¡Tara!", y de nuevo los versos de Péguy:

"Dichosos los que han muerto por su hogar y su fuego
y los pobres honores de las casas paternas"

Porque lo que pasó como un rodillo por el Sur tras la guerra civil norteamericana no fue la liberación de los negros o el fin de las injusticias raciales; algo que habría hecho innecesario un Martin Luther King, celebrado su día hoy como fiesta nacional en los Estados Unidos de Norteamérica. La historia está para demostrar que donde la semilla de Lutero fue plantada, el individualismo, el comunitarismo modular que más bien desestructura las sociedades, están siempre presentes y la discordia latente. Lo que el viento se llevó fue los restos de una civilización; quizá una civilización imperfecta, que había olvidado su verdadero origen. Un origen inacabado, incompleto, por los Cabeza de Vaca o Vázquez Ayllón, que bien podrían haber sembrado Norteamérica de los mismos principios que llevaron a los Tlaxcaltecas en México a combatir junto a Cortés, bajo los auspicios de unos reyes que a todos consideraban hijos de Dios.

Lo que el viento se llevó fue, precisamente, el camino del Sur, y lo volvió del Norte. Y ese horizonte es, precisamente, lo que no se soporta hoy, como no se soporta el dedo de Colón señalando a todo un continente.

Lo que no se perdona, en suma, es la civilización; lo carnal, que hunde las raíces en el amor a la tierra. Porque, como decía Chesterton, "No están dispuestos a darle [al hombre] una casa, ni una mujer, ni un hijo, ni un perro, ni una vaca, ni un pedazo de tierra, porque esas cosas sí le otorgan poder". Y este poder es el que no soportan los vientos modernos.



Y acabo con Péguy, que entonaba esta alabanza hacia nosotros, los hombres tranquilos y carnales, imperfectos, que por eso precisamente aún queremos tener los pies en tierra, en la casa, en la "ciudad", en lo concreto y en lo que eleva a Dios porque tiene sus raíces en el barro:

"Dichosos los que han muerto porque ya han regresado
en esa pingüe arcilla de que Dios los formó,
y desde ese depósito del que Dios los llamó.
Dichosos los vencidos, los reyes sin corona.

Que Dios ponga con ellos en la justa balanza
lo que tanto han amado, unos gramos de tierra,
un poco de esta viña, un poco de este monte,
un poco de este pobre barranco solitario". 


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