02 octubre 2009

El sentimiento, medida de todas la cosas


Dos leyes paralelas están sirviendo estas semanas de botón de muestra de los valores imperantes en la sociedad que nos han construido. O deconstruido, más bien. Una es la del aborto libre, en las Cortes Generales. La otra, una iniciativa que, muy probablemente, abolirá siglos de tradición, riqueza y arte taurino en Cataluña. La primera, pretende fusilar con bisturí a niños de catorce semanas sin piedad alguna. La segunda, pretende "salvar" del sufrimiento a un animal hecho para la lucha. La primera, una muestra de barbarie inhumana. La segunda, una exaltación enfermiza del animal.

Y ¿qué nos dice todo esto sobre los valores de la sociedad actual? pues nos muestra claramente la progresiva animalización que nos imponen los gobernantes. Una animalización que nace del sentimentalismo adolescente que impera como criterio absoluto de decisión. Un sentimentalismo que, al no ver cómo un pobre niño totalmente inocente es asesinado por quienes ven en él un problema, se decantan por la madre que sufre. En el caso del toreo, la sangre derramada en el albero tiñe las neuronas sensiblonas de un público que no quiere conocer ni aprender (ni siquiera un pasivo respeto) la grandeza de la tauromaquia. ¡Cómo lo van a ver! ¡Si el dogma del sentimiento se ha coronado como la cumbre de toda aspiración humana! Con ella, los valores y las ideas se miden y abrazan por el grado de satisfacción de las más básicas pasiones. Quizá por ello tanta defensa del animal no esconde sino una identificación existencial. La vida animal es la vida del futuro.

Mientras, en el reino del sentimiento, los reyes en la adolescencia no comprenden cómo todavía su mundo se halla constreñido por unas pocas reglas racionales. Las hormonas en ebullición del chico o chica de 16 años intuye que el mundo es suyo, porque lo que gobierna es lo que a él le pasa. Un mundo que se construye sobre la base del sentimentalismo no puede frenar que decenas de chavales acaben como el rosario de la aurora en Pozuelo; que las clases de instituto sean junglas africanas; o que los padres cincuentones no comprendan qué ocurre si todo lo que buscaron fue que el niño no sufriera traumas por un cachete.

Así las cosas, el fin de semana pasado tuve la suerte de poder ir a Las Ventas. El sábado ví a un prometedor "tomasito", novillero francés que, junto a Castella, deben de cortocircuitar a muchos hippies catalanes y nacionalistas, amén de antitaurinos, al comprobar qué buen futuro tiene la tauromaquia francesa en estos dos. También me decepcioné con Pablo Lechuga, pero en fin. Y el domingo, tarde lluviosa y vuelta al ruedo de Rafelillo en una vibrante faena al cuarto. Lástima me da perderme mañana a Morante, pero un compromiso con un buen amigo me obliga. Otra será. Quizás algún zoofílico antitaurino sufra si confieso que mi mayor ilusión al ir a la plaza sea ver una gran faena torera, acompasada en la lucha con un toro bravo que luche, humille, embista; un toro de buen encaste, trapío y que se le premie al final con el indulto. Sí, el indulto, pero para qué más razonar.

¡Que viva la Vida, y que viva la tauromaquia!.


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