06 marzo 2010

Con la opinión hemos topado

Cada vez me voy convenciendo más de que en el debate sobre los toros hay más enjundia de la que superficialmente se nos antoja. Ya tuvimos ocasión de comentar en este blog el paralelismo entre la cuestión del aborto y el argumentario antitaurino. La reducción del patrón de pensamiento al sentimiento como verdad, es la causa de que muchos de aquellos que se sienten “heridos en su sensibilidad” por la fiesta de los toros, no mueven una ceja al contemplar impávidos la matanza indiscriminada y mucho más sangrienta y atroz de millones y millones de niños que no ven la luz por mor de la sacrosanta y canonizada liberación (sic) femenina. Y ello es “causa” porque mientras la sangre del feto es cuidadosamente limpiada en la pulcritud del negocio abortista, no pasa nada; y mientras la sangre del toro es derramada con bravura y valentía en el ruedo ante los ojos de unos cientos de desalmados, el espectáculo escandaliza a los nuevos meapilas del progreso. Vivimos en una sociedad moderna y libre (o “liberada”, más bien) en el que las rositas de pitiminí nos adornan el pensamiento sobre una existencia cada vez más borreguil y enemiga de cualquier atisbo de dolor, sangre o lucha. Por eso, si la voluntad suprema de la madre se ve en algún modo violentada por la asunción de su propia responsabilidad ¡acabemos con la responsabilidad!, es decir, matemos al niño. Eso sí, en la clínica, con todas las comodidades y la sangre bien limpiada. Nada de dolor, nada de lucha, nada de niños ni de toros en la plaza.

Pero bien, decía al principio que tiene más enjundia lo de los toros porque sirve de muestra de otra característica más de la sociedad moderna: la voracidad por el posicionamiento cerril y atrincherado. En efecto, desde que “nosotros mismos con nosotros” nos dimos el sistema que tenemos, “nosotros” somos la fuente y origen de las verdades más contundentes, porque la soberanía soberana del pueblo nos ha convertido en dioses de la voluntad popular. Y ¿quién le va a exigir a un dios que piense o justifique su pensar, si es dueño de su ser, su destino y hasta de su pasado? Por eso, la cada vez menos exigencia de la argumentación fundada, del buscar la verdad o del “estudio” de los temas para alcanzar un criterio ponderado. Del mismo modo, nada de humildad y de reconocimiento de la incapacidad de uno para opinar sobre tal o cual cuestión que se le escapa o que requiere cierto (o mucho) estudio. No, aquí estamos para regir los destinos del conjunto. Vivimos la fiebre de la opinión. Cada tema o cuestión social despierta una obsesión enfermiza por opinar. Ahí tenemos cientos de encuestas cada día sobre los temas más dispares, o las tertulias en radio o TV en que lo mismo se habla sobre los problemas personales de alguien, que de las causas de un accidente de avión. Unos desafían las verdades más profundas de la fe católica sin haber abierto nunca un libro de teología o de moral, o se quedan con el primero que cayó en sus manos. Otros, se adhieren con ardor a la primera causa que satisface sus arrebatos emocionales o gustos personales. Al coronar la opinión (plural por definición), en detrimento de la verdad (única por definición) es lógico que aquélla impregne todos y cada uno de los aspectos de la existencia. Como cuando se abre un dique tras las lluvias torrenciales, así una sociedad que proclama el “pluralismo político” como valor superior de su ordenamiento (art. 1.1 de la Constitución) deja que fluya la opinión por doquier y sin control. Se da carta de naturaleza a la opinión por el mero hecho de ser opinión, por lo cual, deja de tener sentido fundamentar los argumentos, por innecesario. Lo dicho sobre una cuestión, al tener un cimiento tan endeble de su fundamento en sí mismo (en imitación burda de Dios), debe echar mano del cerrilismo para imponerse, o bien adopta la pasividad o indiferentismo respecto de los demás. No hay alternativa posible.

Todo lo cual, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y puestos a hacer derivadas, me venía a la mente cuando he leído el reciente libro (muy pequeño: 82 páginas) del filósofo francés Francis Wolff “50 razones para defender la corrida de toros”. No es el libro impecable, pero sí la batería de razones de mayor sentido común y datos elocuentes que deja en flagrante evidencia (permítaseme la redundancia) a quienes se empeñan en no pensar y atacar la fiesta del toro.

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