En un entorno de crisis de civilización como el actual, las
propuestas sensatas, factibles y morales son más que bien recibidas. Es el caso
de las medidas económicas que el filósofo francés Gustave Thibon y el
empresario belga Henri Lovinfosse pusieron sobre la mesa a mediados del siglo
XX en su obra “Solución Social”, que ahora edita la Fundación Fenareta.
Quizás sorprenda del libro su actualidad y vigencia, más de
medio siglo después, ya que al leerlo uno piensa que se está hablando al hombre
moderno, angustiado por la desesperanza del fracaso de las ideologías
imperantes, y trata de darle salida mediante una solución digna de una sociedad
libre. Es cierto que la obra viene condicionada por la coyuntura del momento,
dominada por la amenaza comunista, pero no es menos cierto que, igualmente,
señala las amenazas e inmoralidades de la ideología que trata de usurpar la
libertad de mercado endiosando su caricatura. Pero la mayor sorpresa y virtud
sea que las propuestas que se plantean, partiendo de un análisis certero de los
errores de la economía y la estructura social, están listas para ser aplicadas
inmediatamente. Es decir, no son elucubraciones teóricas alejadas de la
realidad sino medidas concretas que (lo más importante) nacen de la formulación
de principios claros y acordes con una visión integral de la persona como ser familiar
y social.
La obra, que consta de dos partes, analiza en la primera
mitad, con increíble lucidez, las contrariedades existentes en la sociedad y
economía de nuestro tiempo, anunciando los principios sobre los que viran las
medidas salariales, fiscales y aduaneras que a continuación ponen sobre la
mesa. Frente al maniqueísmo que impregna la dinámica política y económica
actuales (y en este pecado se cae tanto por el “lado” izquierdo como por el
derecho) Thibon y Lovinfosse propugnan la natural convergencia de intereses en
un entorno de libertad y responsabilidad. Las propuestas son concretas, factibles e inmediatamente aplicables: adaptación de los salarios a la productividad, especialmente por
incremento de la misma; creación de organismos independientes con tribunales de
apelación, que juzguen su aplicación; economía basada en el consumidor (y no en el consumo); redimensionamiento del estado, por un lado reduciendo su estructura y por otro fortaleciendo su papel como árbitro y mediador; la vuelta a un patrón monetario de valor fijo y universal; potenciación de pequeñas y medianas empresas donde se potencia la responsabilidad de empresarios y trabajadores; una política aduanera audaz en apostar por la justicia y el interés del consumidor; una reforma fiscal coherente y estable respecto de la renta nacional (con una presión fiscal mucho menor que la actual); la sustitución de los subsidios del paro por pequeños trabajos públicos y la obligatoriedad del pago de salarios íntegros durante los primeros días de paro en caso de despido, etc.
Por supuesto, estas reformas no se agotan con su enunciación pues, a juicio de los autores no se pretende "construir una ciudad ideal" y "no exige la destrucción de la ciudad actual como condición previa para la edificación futura. No pretendemos alterar bruscamente nada, no pretendemos quemar los puentes después de haber pasado". Pero, añado yo, es una apuesta valiente e inteligente por salvar a la sociedad actual de su destrucción por la vía de la esclavitud materialista.
Es, a mi juicio, una propuesta merecedora de prestar atención, sujeta a matices, reformas o adaptaciones, pero que constituye un interesante paso adelante. Por ello animo a su lectura, a su valoración y a su examen, y concluyo con una arenga y advertencia de sus autores, cuyo contenido comparto sin reservas:
"Nada es más contrario a los espiritual -y a sus exigencias de salvación total- que ese espiritualismo etéreo, tan frecuente sin embargo en los medios intelectuales y religiosos, que rehúye ponerse a prueba en el firme y áspero terreno de las realidades materiales. Es la tara -denunciada por Péguy- de esos idealistas que, prendados de una pureza imposible, no se contaminan las manos, porque no tienen manos."
Por supuesto, estas reformas no se agotan con su enunciación pues, a juicio de los autores no se pretende "construir una ciudad ideal" y "no exige la destrucción de la ciudad actual como condición previa para la edificación futura. No pretendemos alterar bruscamente nada, no pretendemos quemar los puentes después de haber pasado". Pero, añado yo, es una apuesta valiente e inteligente por salvar a la sociedad actual de su destrucción por la vía de la esclavitud materialista.
Es, a mi juicio, una propuesta merecedora de prestar atención, sujeta a matices, reformas o adaptaciones, pero que constituye un interesante paso adelante. Por ello animo a su lectura, a su valoración y a su examen, y concluyo con una arenga y advertencia de sus autores, cuyo contenido comparto sin reservas:
"Nada es más contrario a los espiritual -y a sus exigencias de salvación total- que ese espiritualismo etéreo, tan frecuente sin embargo en los medios intelectuales y religiosos, que rehúye ponerse a prueba en el firme y áspero terreno de las realidades materiales. Es la tara -denunciada por Péguy- de esos idealistas que, prendados de una pureza imposible, no se contaminan las manos, porque no tienen manos."
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