Desde un punto de vista geométrico pareciera como si la fe, en los últimos años -décadas- se hubiera transformado, de una dirección vertical (de Arriba a abajo, y viceversa) a un plano horizontal. Lo hemos visto en la Liturgia, en el vocabulario (la comunidad por encima de la relación personal con Dios), hasta en las manifestaciones externas en las que el católico se muestra en su identidad. En definitiva, aduciendo una supuesta prevalencia de la Verdad sobre la Caridad en el pasado, se pone ahora el énfasis en el otro, en la comunidad que se celebra a sí misma -el Papa dixit-, en la caridad sobre la verdad. Uno y otro enfoque (Verdad y Caridad), en sí mismos considerados, son buenos, siempre que no se excluyan mutuamente. Lo destructor es el maniqueísmo que antepone lo uno a lo otro: los que en su celo por la Verdad odiasen al infiel, como los que por una caridad descafeinada mitigan, matizan o directamente esconden la Verdad. Ni es católico el "amarás a Dios sobre todas las cosas" obviando deliberadamente "y al prójimo como a ti mismo", como no es católico el "amar al prójimo sobre todas las cosas y a dios como uno mismo".
Confieso que echo mucho de menos en las homilías dominicales los consejos de la vida espiritual que durante siglos han llevado a millones -o miles- de almas a una vida ascética de oración y santidad. Abundan, sin embargo, las reflexiones poéticas sobre las bondades del amor de Dios, sin tocar pies en tierra, sin llamadas a la confesión, a la oración personal, a la lectura espiritual, a la mortificación. Y sí muchas llamadas a la bondad, a la apertura a la comunidad, al servicio, a la alegría... como si hubiéramos pasado de una fe de virtudes -hábito práctico- a la fe de valores, de ideas, y surge la pregunta ¿es malo hablar de todo ello, de esas ideas? ¡Ni hablar! pero una fe sin obras... o mejor, una fe sin Gracia (sin sacramentos), es una fe muerta.
Y se me ocurre que ese "equilibrio", tradicionalmente se ha llamado "Comunión de los Santos", bendita realidad que una vez oí resumir así: "nadie se salva ni se condena solo". Por la Comunión de los Santos, sabemos que nuestra vida de santidad es fuente de Gracia para la Iglesia: un acto de penitencia revierte sobre los demás, aunque no seamos conscientes. Y al contrario, cada vez que para nuestros adentros hemos pecado o hemos murmurado, cedido en un pensamiento de impureza, de soberbia o de rencor, hemos puesto palos en las ruedas del carro de la Iglesia. Así, no hay santidad personal que no de frutos al prójimo aunque, de suyo, la oración impulsa al apostolado -otra olvidada palabra- y a la caridad con los más desfavorecidos, como lo hicieran Fray Escoba o la Madre Teresa.
A mí personalmente, siempre me ha ayudado considerar esta bendita Comunión de los Santos, pues te obliga a considerarte "pastor" de los demás, responsable directo de la salvación de muchos; así, cuando veamos que alguien no vive según la Ley de Dios, más que repetir las palabras de aquel fariseo, nos sentiremos responsables por no haber rezado con suficiente insistencia, sin perjuicio de que, como Cristo nos mandó, pongamos en práctica la corrección fraterna a la que nos obliga una de las obras de misericordia. "Un pensamiento te ayudará, en los momentos difíciles: cuanto más aumente mi fidelidad, mejor contribuiré a que otros crezcan en esta virtud. -¡Y resulta tan atrayente sentirse sostenidos unos por otros!" (S. Josemaría Escrivá. Surco, 948)
Confieso que echo mucho de menos en las homilías dominicales los consejos de la vida espiritual que durante siglos han llevado a millones -o miles- de almas a una vida ascética de oración y santidad. Abundan, sin embargo, las reflexiones poéticas sobre las bondades del amor de Dios, sin tocar pies en tierra, sin llamadas a la confesión, a la oración personal, a la lectura espiritual, a la mortificación. Y sí muchas llamadas a la bondad, a la apertura a la comunidad, al servicio, a la alegría... como si hubiéramos pasado de una fe de virtudes -hábito práctico- a la fe de valores, de ideas, y surge la pregunta ¿es malo hablar de todo ello, de esas ideas? ¡Ni hablar! pero una fe sin obras... o mejor, una fe sin Gracia (sin sacramentos), es una fe muerta.
Y se me ocurre que ese "equilibrio", tradicionalmente se ha llamado "Comunión de los Santos", bendita realidad que una vez oí resumir así: "nadie se salva ni se condena solo". Por la Comunión de los Santos, sabemos que nuestra vida de santidad es fuente de Gracia para la Iglesia: un acto de penitencia revierte sobre los demás, aunque no seamos conscientes. Y al contrario, cada vez que para nuestros adentros hemos pecado o hemos murmurado, cedido en un pensamiento de impureza, de soberbia o de rencor, hemos puesto palos en las ruedas del carro de la Iglesia. Así, no hay santidad personal que no de frutos al prójimo aunque, de suyo, la oración impulsa al apostolado -otra olvidada palabra- y a la caridad con los más desfavorecidos, como lo hicieran Fray Escoba o la Madre Teresa.
A mí personalmente, siempre me ha ayudado considerar esta bendita Comunión de los Santos, pues te obliga a considerarte "pastor" de los demás, responsable directo de la salvación de muchos; así, cuando veamos que alguien no vive según la Ley de Dios, más que repetir las palabras de aquel fariseo, nos sentiremos responsables por no haber rezado con suficiente insistencia, sin perjuicio de que, como Cristo nos mandó, pongamos en práctica la corrección fraterna a la que nos obliga una de las obras de misericordia. "Un pensamiento te ayudará, en los momentos difíciles: cuanto más aumente mi fidelidad, mejor contribuiré a que otros crezcan en esta virtud. -¡Y resulta tan atrayente sentirse sostenidos unos por otros!" (S. Josemaría Escrivá. Surco, 948)
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