Ayer tuve la oportunidad de ver el grandísimo programa de Intereconomía presentado por Juan Manuel de Prada "Lágrimas en la Lluvia", que versó esta vez sobre la persecución religiosa en España. En medio del interesantísmo repaso a los siglos XIX y XX, uno de los invitados habló de cómo a los católicos de principios del siglo XX se les formaba para el martirio, por lo que al llegar el momento del tormento, aquellos a quienes la Gracia tocó con la fuerza necesaria, se presentaban ante aquella hora con la alegría del que por fin ve llegado el esperado momento de dar su testimonio por Jesucristo.
En el día de hoy, donde la predicación de las virtudes brilla por su ausencia en púlpitos y medios de formación, una de ellas, la de la Fortaleza, es especialmente olvidada. Y no digamos ya el martirio, por medio del cual el cristiano que confiesa su fe ante la amenaza de perder la vida y muere por el odio a Cristo de sus enemigos, entra gloriosamente en el Cielo por el bautismo de sangre. Cabría objetar que no sabemos si a los cristianos contemporáneos de este primer mundo (porque no son pocos los que siguen sufriendo sangriento y verdadero Martirio en otras partes del planeta) nos llegará la hora de un martirio heroico como el de aquéllos. Me temo, sin embargo, que el testimonio de tantos mártires no debe de agradar a Satanás. La última vez, los españoles salimos victoriosos, y aún el ejemplo de los Requetés nos llena de emoción. Por eso, actualmente los enemigos de la Iglesia no nos vienen con pistolas sino con mayor y más perversa sutileza. A través de la educación y los medios de comunicación el aborregamiento social nos sitúa a los cristianos ante otro tipo de martirio, para el que tampoco se educa, que no conlleva un bautismo de sangre pero que exige testimonio. No es la heroicidad de un Antonio Molle lo que se nos presenta pero por eso mismo es más necesario y más exigible el testimonio y confesión pública de la fe.
Tal vez sea demasiado aventurado llamarlo martirio, pero es lo suficientemente gráfico como para explicar que hoy, la disyuntiva que se presenta no es entre la vida y el Cielo (o, sensu contrario, entre la muerte y el Infierno) sino muchas veces entre algo más sutil como el "prestigio social" y el Cielo. Entre ser bien considerado y el Cielo. Entre ser gracioso y el Cielo. Entre aparecer como "sensato" (recordemos lo de "necedad para los gentiles...") y el Cielo. Entre el ascenso en la empresa o el Cielo. Entre esa conversación sucia con el jefe o el Cielo. Entre ser moderno y el Cielo. Entre parecer "inteligente" y el Cielo. O lo uno o lo otro. Y si se quiere, tenemos que elegir: entre el desprestigio social o el Infierno; entre ser despreciado, o el Infierno; entre ser soso y el Infierno; entre ser un insensato y el Infierno; entre la falta de ascenso o despido y el Infierno; entre ser ultramontano o el Infierno; entre ser tonto y el Infierno...
Por tanto, quien es fiel en lo poco, lo será en lo mucho; y quien desprecia el pequeño martirio sucumbirá ante el gran Martirio. No es de Dios desear el primer Martirio y aborrecer del cotidiano.
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