07 junio 2020

Vamos al meollo de los acontecimientos

Hablábamos en la anterior entrada de la "sociedad líquida" y la "posverdad"; y de que, en definitiva, hoy se niega la naturaleza (o esencia) de las cosas. Por supuesto, que se niegue algo no significa que no exista, y esto es motivo de cierta esperanza. No en primer lugar, porque la naturaleza siempre se rebela y las acciones en su contra acaban por producir efectos no previstos por el buenismo; pero sí en el sentido de que la voluntad del mal siempre se va a topar con la realidad (y en última instancia con el Bien). Esto no será sin trauma o sin sufrimiento. En cualquier caso, sabemos que la realidad está de nuestro lado.

De momento, sin embargo, el panorama no es halagüeño. Los acontecimientos se aceleran. El caos se apodera últimamente de las calles de Estados Unidos, pero lo "sorprendente" es que alguien en Zaragoza o Londres se sienta interpelado por la muerte de alguien en Minnesota. Más aún, que el presunto problema subyacente (el racismo) levante protestas allá donde este problema es inexistente. O, en el colmo de la ingenuidad, que se piense que una manifestación en Berlín tiene como objetivo conseguir que la Policía de Nueva York se comporte de una u otra forma. No tiene mucho sentido, en suma, ni movidos por un natural sentido de la compasión hacia George Floyd. Porque de ser sinceros, en estos días se habría levantado también otra ola de protestas, aún mayor, contra la muerte de varios policías negros en las protestas. No es el racismo (como no son las mujeres el objetivo del feminismo). Es fácil colegir que algo adicional y más sustantivo mueva realmente las protestas. Algo que no tiene por qué ser oculto. Algo que sea nexo común y que busque pretendidamente el caos con un fin. Y ese algo puede que sea, lo apunto simplemente, ideológico, más allá de la realidad concreta o de la causa -una injusticia- contra la que luchar. Y en tanto que ideológico, el motivo es espúreo. 

Tampoco es halagüeño observar cómo se han comportado los distintos gobiernos antes, durante y después (si es que la hemos superado) de la llamada "pandemia del Coronavirus" o Covid-19. En primer lugar, ha habido un patrón común en determinados países muy sorprendente. 

Dos ejemplos, únicamente: 

1. En Italia ya estaban confinados en sus casas cuando en España se presentaba un fin de semana repleto de aglomeraciones: partidos de fútbol, congresos de partidos políticos y... una gran manifestación feminista en Madrid. No sólo no se suspendió ningún acto (si el Gobierno hubiese suspendido todos los actos, se habría visto obligado a suspender también el acto del 8M). Por ello, se permitió un fin de semana "normal" e incluso se alentó a acudir a la marcha feminista, como si de un evento religioso -de religión civil, se entiende- se tratase. Luego hemos sabido que ya se había decretado el distanciamiento de personas entre sí en departamentos dependientes del Gobierno por riesgo de contagio y que existían informes que ya describían la situación como desbordada.

2. En México, cuando ya estábamos en España confinados, los países europeos habían tomado medidas drásticas, y en Hispanoamérica los casos de coronavirus se estaban extendiendo, el presidente López Obrador animó expresamente a salir a la calle, con un enigmático "yo les voy a decir cuándo no salgan". Como si fuera cuestión de alcanzar necesariamente un nivel de contagio que, antes o después, debía producirse. 

Pero no es este patrón en donde quería poner el acento, sino en otro mucho más relevante. Y aquí sólo voy a hablar de Italia y de España (que son los que conozco), aunque me da la sensación de que se ha dado en otros lugares. Y es un fenómeno (anti-) jurídico muy llamativo, donde la declaración del estado de alarma ha producido dos efectos: a) la suspensión de determinadas libertades según el sistema constitucional vigente, en contravención de la propia literalidad del texto constitucional en cada país; y b) la atipicidad en la actuación de las fuerzas del orden y los gobiernos, seguramente derivada de una pésima técnica jurídica, pero que no ha parecido preocupar a nadie.

Centrándonos en España:

a) En cuanto a la suspensión de libertades: ni la vigente Constitución de 1978 (la "CE") ni la Ley Orgánica 4/1981 que regula la declaración de los estados de alarma, excepción y de sitio (la "LO 4/81"), prevén la suspensión, por ejemplo, de la libertad que tiene la Iglesia de celebrar sus actos de culto (artículo 16 de la CE). En efecto, el artículo 55 de la CE prevé que algunos derechos sean suspendidos bajo un estado de excepción, entre los que no se encuentra el del artículo 16 CE. Mucho menos bajo un estado de alarma. Tampoco la LO 4/81 prevé que el estado de alarma pueda suspender ni el artículo 16 ni la libertad deambulatoria, más allá de poder restringir el acceso a determinados espacios públicos. La realidad es que hemos visto cómo la Policía ha entrado en catedrales o intervenido Misas que cumplían la legalidad vigente, y nos hemos visto todos encerrados en casa por orden del Gobierno. No sé cómo usar las palabras precisas para ilustrar suficientemente la cuestión y que un lego en derecho pueda entender la gravedad de todo ello: parece que ante cualquier pánico generalizado, ante cualquier miedo o peligro (real o imaginario) se ha dado al Gobierno (al presente y a los futuros) la capacidad de coartar todas las libertades indiscriminadamente. 

b) En cuanto a la atipicidad: Consiste básicamente en que una norma dice A y, con base en A, las fuerzas del orden aplican A y B. Esto es lo que ha ocurrido con la profusión ingente de medidas concretas, a partir del real decreto 463/2020, de 14 de marzo y siguientes, en virtud de las cuales un policía multaba a alguien por ir a trabajar en bicicleta y otro no, incoando ambos la misma norma. O peor aún, la proliferación de multas por conductas no tipificadas expresamente por la norma. Para que esta injusticia no se produzca, existe en derecho el principio de tipicidad, en virtud del cual toda sanción ha de venir expresamente indicada en la norma. Nulla poena sine lege, dice el latinajo. También Santo Tomás, en su Summa Theologica, señala como elemento esencial de toda ley la promulgación por la potestad a cuyo cargo está la comunidad.

A este tipo de previsiones se las conoce como garantías constitucionales o principio de seguridad jurídica, necesarios para la buena convivencia de la comunidad política. Son el obstáculo frente a la arbitrariedad de los poderes públicos y su ausencia se asocia, indefectiblemente, con la arbitrariedad del poder político. 

Nadie en la izquierda parece preocuparse por esto. Y pocos en la derecha. Sólo se me ocurren dos posible explicaciones: 1) en que se tiene una fe cuasi religiosa, diría que irracional, en el "buen hacer" del poder (como nunca antes en la historia), y especialmente si es de la propia cuerda ideológica, y 2) por un fenómeno bastante "curioso", y es que, bajando al terreno de los lugares comunes, es posición compartida en todas las posturas políticas autodenominadas "democráticas" que el poder absoluto (la dictadura que restringe arbitrariamente libertades), es el "enemigo a batir", como "rémora del pasado". Sin embargo, se ha abandonado de súbito esta concepción, para concluir que, mientras haya libertad sexual y el Gobierno no permita la pobreza (aun a costa de las libertades), todo, absolutamente todo, está permitido. Buen negocio hemos hecho.

Concluyo, resumiendo. El panorama es este: Movimientos en todo el mundo con el objetivo de producir un alineamiento ideológico global en torno a unas posturas políticas muy concretas, junto con una destrucción de las barreras convencionales que el derecho brinda para que los gobiernos no sean arbitrarios.

Y todo esto, queridos lectores, ya había sido profetizado (y no augura nada bueno). 

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