Antes de ayer recogía en este blog las palabras del Ministro de Justicia sobre la conciencia, pero dada la brevedad del comentario que quise hacer, pasé por alto parte de sus declaraciones. Francisco Caamaño, en las mismas, aseguró que “La libertad religiosa debe moverse dentro los límites de una sociedad democrática”.
Tales palabras no dejan de ser un reflejo del pensamiento imperante hoy en día sobre la democracia. Para el Ministro, este sistema supone un límite a la libertad, lo cual, sin quererlo, nos ha descubierto que la democracia y la libertad de la que hablan no son sinónimos. Y a mí, la verdad es que me gusta que esto quede claro, puesto que se nos ha vendido desde hace décadas la mentira de que la democracia (ésta “democracia”) es la garantía de la libertad y resulta que ahora no sólo no es así, sino que la democracia es un límite a esta libertad. Y es que, para el progresismo, la democracia es un ideal. Sí, un ideal que nada tiene que ver con la libertad sino con la “liberación” del hombre de todo lo que le haga humano, es decir, Dios, la moral, la fe, la razón, la tradición, la familia y la verdadera libertad. De ahí viene el equívoco, pues cuando un progresista o un liberal puro hablan de libertad no hablan sino de esa liberación que supone eliminar todo referente que afecte a las decisiones humanas para que éstas únicamente obedezcan al instinto y al sentimiento (o sentimentalismo, más bien).
Llevamos muchos años por esta senda y los resultados no pueden ser más elocuentes. Primero se quiso eliminar la moral como referente y pauta que determinara universalmente el comportamiento. Así, el libre mercado sin limitaciones morales llevó al abuso, el abuso a la crisis y la crisis, para superarla, a la pérdida de la libertad. También, la educación sin autoridad generó en descontrol y el descontrol, para superarlo, a la pérdida de la libertad. El progreso sin tradición produjo leyes ingenuas y éstas se dejaron agujeros que, para taparlos, hubo que restringir la libertad, con cada vez más leyes y leyes más minuciosamente reguladoras.
La trampa es que los que fueron –y van- en contra de la moral, de la autoridad o de la tradición, como tontos no son, se han dado cuenta de estas consecuencias. Pero, antes de renegar de sus errores, han acabado por asumir que la libertad, a fin de cuentas, no sirve para nada si obstaculiza ese proyecto “humanista” e “ideal” de un hombre sin género, sin Dios, sin verdad absoluta, sin tradición ni cortapisas a sus apetencias. Así, vemos cómo día a día se nos construye una sociedad donde las apetencias, el instinto y sentimientos más primarios constituyen el marco de referencia. La libertad ya no es la consecuencia de la verdad, sino que se llama libertad, precisamente, a la ausencia de una verdad “impuesta”, es decir, a la ausencia de control o templanza sobre los mismos.
No hay que ser muy listo para ver a dónde lleva este razonamiento. Si la verdad “nos hace libres” y al asumir la verdad realizamos un acto único y propiamente humano, al superar los instintos primarios para controlarlos somos libres. Pero si la libertad consiste en la ausencia de “imposiciones dogmáticas”, el hombre ya no debe reprimir su instinto (sobretodo el sexual) y así, como dijo Zapatero, la libertad nos haría verdaderos. Se me ocurre, además, que si el hombre que domina sus instintos, los ordena y se hace dueño de ellos, está actuando de un modo que sólo el ser humano es capaz, quien por el contrario entiende que se debe dar rienda suelta al sentimiento y al instinto para tener libertad, encuentra muy fácilmente un ejemplo en la naturaleza: los animales. Resulta meridiano, por tanto, qué libertad es humana y cuál es animal, y a los animales se les controla y domina. De ahí que al progresismo buenista del que gozamos, tan amante de legalizar experimentos carnales, al final, pretenda regular hasta la forma en la que pensemos. Al fin y al cabo, para ellos, la sociedad no es más que una piara que domesticar.
Tales palabras no dejan de ser un reflejo del pensamiento imperante hoy en día sobre la democracia. Para el Ministro, este sistema supone un límite a la libertad, lo cual, sin quererlo, nos ha descubierto que la democracia y la libertad de la que hablan no son sinónimos. Y a mí, la verdad es que me gusta que esto quede claro, puesto que se nos ha vendido desde hace décadas la mentira de que la democracia (ésta “democracia”) es la garantía de la libertad y resulta que ahora no sólo no es así, sino que la democracia es un límite a esta libertad. Y es que, para el progresismo, la democracia es un ideal. Sí, un ideal que nada tiene que ver con la libertad sino con la “liberación” del hombre de todo lo que le haga humano, es decir, Dios, la moral, la fe, la razón, la tradición, la familia y la verdadera libertad. De ahí viene el equívoco, pues cuando un progresista o un liberal puro hablan de libertad no hablan sino de esa liberación que supone eliminar todo referente que afecte a las decisiones humanas para que éstas únicamente obedezcan al instinto y al sentimiento (o sentimentalismo, más bien).
Llevamos muchos años por esta senda y los resultados no pueden ser más elocuentes. Primero se quiso eliminar la moral como referente y pauta que determinara universalmente el comportamiento. Así, el libre mercado sin limitaciones morales llevó al abuso, el abuso a la crisis y la crisis, para superarla, a la pérdida de la libertad. También, la educación sin autoridad generó en descontrol y el descontrol, para superarlo, a la pérdida de la libertad. El progreso sin tradición produjo leyes ingenuas y éstas se dejaron agujeros que, para taparlos, hubo que restringir la libertad, con cada vez más leyes y leyes más minuciosamente reguladoras.
La trampa es que los que fueron –y van- en contra de la moral, de la autoridad o de la tradición, como tontos no son, se han dado cuenta de estas consecuencias. Pero, antes de renegar de sus errores, han acabado por asumir que la libertad, a fin de cuentas, no sirve para nada si obstaculiza ese proyecto “humanista” e “ideal” de un hombre sin género, sin Dios, sin verdad absoluta, sin tradición ni cortapisas a sus apetencias. Así, vemos cómo día a día se nos construye una sociedad donde las apetencias, el instinto y sentimientos más primarios constituyen el marco de referencia. La libertad ya no es la consecuencia de la verdad, sino que se llama libertad, precisamente, a la ausencia de una verdad “impuesta”, es decir, a la ausencia de control o templanza sobre los mismos.
No hay que ser muy listo para ver a dónde lleva este razonamiento. Si la verdad “nos hace libres” y al asumir la verdad realizamos un acto único y propiamente humano, al superar los instintos primarios para controlarlos somos libres. Pero si la libertad consiste en la ausencia de “imposiciones dogmáticas”, el hombre ya no debe reprimir su instinto (sobretodo el sexual) y así, como dijo Zapatero, la libertad nos haría verdaderos. Se me ocurre, además, que si el hombre que domina sus instintos, los ordena y se hace dueño de ellos, está actuando de un modo que sólo el ser humano es capaz, quien por el contrario entiende que se debe dar rienda suelta al sentimiento y al instinto para tener libertad, encuentra muy fácilmente un ejemplo en la naturaleza: los animales. Resulta meridiano, por tanto, qué libertad es humana y cuál es animal, y a los animales se les controla y domina. De ahí que al progresismo buenista del que gozamos, tan amante de legalizar experimentos carnales, al final, pretenda regular hasta la forma en la que pensemos. Al fin y al cabo, para ellos, la sociedad no es más que una piara que domesticar.
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