24 mayo 2010

Triunfo y tragedia, la tauromaquia como la vida

No escribo crónica o crítica taurina por una razón muy simple y sencilla: no sé escribirlas. Admiro a quienes lo hacen, como Zabala de la Serna, y en general a este género literario que, como todo lo taurino, tiene mucho de arte, al tiempo que se sustenta sobre la base de mucha técnica pulida. Pero no me resisto a decir algo sobre este fin de semana, y ya me perdonarán.

Comenzó el viernes. No pude ir a Las Ventas, pero a las 19.00 estaba como un clavo frente a la TV. Estaba ansioso por ver a Morante (¿cuándo conseguiré verlo en directo?), aunque la corrida tenía muchos más alicientes o, simplemente, circunstancias. Sabía de Julio Aparicio y, sobre todo, sabía de el Cid y su controvertida y protestada presencia en esa tarde, sustituyendo a Manzanares. La ganadería, del gusto de las figuras. Y entonces salió por chiqueros un Opíparo jabonero, recibido con gusto en el capote de Aparicio. Pasaron los dos primeros tercios y la faena comenzó con algunas tandas y, en una de naturales, sin que la faena tomara vuelo, una siniestra pata trasera pone la mano del diestro que asía el engaño sobre el albero venteño. Y entonces los segundos fueron minutos y un grito desgarrador nos helaba el alma a los aficionados cuando el pitón del Domecq se llevaba la lengua, el maxilofacial superior y algunos dientes por delante en una escena dantesca que nos recuerda qué cierto es el toreo. En la plaza, los sms con la imagen de la cogida, que no tardaron en llegar, dejaron la corrida con una sensación horrible que desbarató la tarde. Los turnos cambiaron, Morante mató al Opíparo entre silencios y el Cid toreó su tercero en segundo lugar. Otra cogida elevó al Cid al cielo y el hielo, de nuevo, al alma del aficionado. No podía pasar. Nunca quise así presenciar una encerrona de Morante. Pero el milagro en esta ocasión se alió por milímetros con el diestro madrileño. Dos veces el asta del toro tiró al que emulaba al campeador hacia arriba y dos veces a jirones el traje de luces quedó, iluminando de golpe la tarde de el Cid. Valiente, entregado, pero sin demasiada técnica, con algunos de los errores que parecieron desencumbrarlo como figura. Su sexto, que era cuarto, era un inválido que fue sustituido por un Gavira al que la faena consiguió arrancar unos aplausos, pero el torero no quiso salir, pues entre los aplausos había pitos. En el cuarto de Aparicio, que fue el noveno de la tarde (Morante devolvió dos a toriles por descastados y mansos), la tarde fue suya y la oreja fue concedida al diestro, que parecía resucitado ante la ovación venteña. Todo se le quitó a un torero y todo se le dio a otro. La diferencia estuvo en pequeños milímetros que salvaron al otro y condenaron al uno. Ambos, qué duda cabe, se entregaron por completo y con valentía. La tragedia que dio comienzo a la tarde, posibilitó el triunfo final.

Y hasta aquí, lo estrictamente taurino de la tarde del 21 de mayo de 2010. Después ha venido el escarnio, la infamia de ver qué es lo que interesa del mundo del toro al público en general y a la casta periodística en particular. El aficionado que sufre con la cogida, que es paciente hasta el extremo en tantas y tantas corridas anodinas, que exclama y se emociona, que vive el toro, por esa extraña paradoja de nuestro tiempo y fruto del mundo al revés en que vivimos, queda como el sádico sanguinario, cuando quienes vociferan contra la Fiesta Nacional se acercan cual buitres carroñeros al olor de la sangre en el ruedo para lanzar alaridos de mal disimulado orgasmo zoofílico. La plataforma la tienen servida en tantas portadas de periódicos e informativos que no sacarán nunca una verónica de Morante o una Puerta Grande de José Tomás sin que la polémica no enturbie lo poco que queda del triunfo sincero de lo bueno y bello en España. De los no pocos que han deseado, en comentarios a las noticias y vídeos, la muerte del torero, poco quedaría por comentar, salvo lo ya dicho.

Menos mal que Dios quiso que el arte renaciera allí donde un buen torero pisara el albero. Menos mal que ese arte sublime que pasó de El Gallo a Curro Romero, de Romero a Vázquez y a De Paula, tenga en José Antonio "Morante de la Puebla" una muestra de que todavía existe la belleza y la grandeza en dos manos que al agarrar un capote y una muleta, de ellas salgan palmas sonoras en unos lances majestuosos con personalidad propia que nos elevan hasta el goce que tan sólo la contemplación pura de lo bello puede proporcionar. No fue la suya la del viernes, pero otras dos tardes (bueno, una tarde y una matinal) han sido suyas y de la historia: Jaén (8 de mayo) y Nîmes (hoy). La bendita tierra sureña de nuestra España milenaria y de la Francia que lo fue sin querer han albergado dos momentos de arte morantista que nos desquitan de todo lo demás. Si alguno de esos energúmenos pudiera contemplar, percibir, saborear o sentir algo de la chispa de Morante, muchos corazones caerían como San Pablo camino de Damasco.

Vean y disfruten (Jaén y Nîmes):



Pd.: Mis oraciones, con Aparicio, que aunque está fuera de todo peligro, tendrá que afrontar un largo y duro camino de recuperación. ¡Ánimo maestro!

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