07 junio 2013

Chesterton se hace hueco en mis lecturas

No hay manera de volver a darle ritmo de nuevo al blog, ruego me disculpen. Además de la falta de ideas y tiempo, la inercia de la inactividad bloguera hace estragos. No cejo en mi empeño. Lo que sí ha mejorado últimamente es mi ritmo de lectura, gracias a Dios y a que, con motivo de mi último cambio de domicilio, he aparcado definitivamente el coche, brindándome el Cercanías una gran oportunidad de ir cumpliendo con mi interminable lista de lecturas pendientes mientras me acerco al trabajo. Así que, entre lo uno y otro, reanudo el blog con eso: mis lecturas.

El caso es que la susodicha lista va alcanzando una longitud amenazante. Y los libros comprados, si bien en menor proporción, también, por lo que se hacía perentorio escoger un criterio de selección u orden de prelación de lecturas. Hacía tiempo que me había adentrado, y este blog es testigo en alguna medida, en la lectura de algunos de los pensadores del tradicionalismo hispánico. Vázquez de Mella, pero también Aparisi y Guijarro, Rafael Gambra o Francisco Canals. Y algo más de Álvaro d’Ors. Debía leer algo de Santo Tomás de Aquino, y leí “De Regimine Principum” (o del gobierno monárquico). Incluso pude leer algo de Castellani y Menéndez Pelayo (en ambos casos, selección de textos). Sin embargo, no he tenido ocasión todavía de adentrarme en Balmes; de Donoso Cortés había comenzado (y dejado a medias, a la espera de volverlo a empezar) su "Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo" y tengo comprado “Defensa de la Hispanidad” de Ramiro de Maeztu. En esas estábamos cuando una y otra vez se me ha recomendado la lectura del gran (física e intelectualmente) G.K. Chesterton. Su agudeza en las citas que leo y “retuiteo”, su lúcida apologética y socarronería inglesa, y muy especialmente el asunto del Distributismo me cautivaban, pero algo me retenía, y es un cierto remordimiento por no conocer a fondo los clásicos hispánicos. Dice Santo Tomás de Aquino que la Caridad tiene un orden: quien no ama a su próximo no puede amar al lejano. Quien no ama a sus padres terrenales difícilmente puede amar a Dios o le amará mal: por ello, no podía darse que hubiera leído a Chesterton o Shakespeare y no a Lope, a Cervantes o Garcilaso de la Vega. Pero el influjo del gran príncipe de las paradojas me llamaba y su amor por España, siendo inglés, de manera particular. El caso es que me propuse construir la casa por el cimiento: leí algo de Lope de Vega (Fuenteovejuna y el Caballero de Olmedo) o una antología poética de Manuel Machado, pero cuando me adentré en el aquinate me rendí y decidí por fin leer el ensayo-biografía “Santo Tomás de Aquino” de Chesterton, a pesar de las recomendaciones de mi amigo “Don Quijote” de comenzar a leerle con otros libros más representativos. Lo cierto es que lo devoré y me propuse finalmente adentrarme en el universo chestertoniano. Me compré Ortodoxia, El Hombre Eterno y Lo que está mal en el mundo, pero antes, siguiendo mi inicial propósito, me leí y disfruté enormemente la Primera Parte del Quijote –sobre lo cual habrá ocasión de volver-. [NOTA: Sí, en efecto, es un gran pecado, siendo español, pero especialmente por ser hijo, nieto, bisnieto y así para arriba, de manchegos, no haberme adentrado en él mucho antes]. Por fin, la historia de la humanidad, penetrada en su auténtico sentido y viajado por las entrañas de su más profundo motor, tamizado por el agudísimo ingenio y finísima inteligencia, El Hombre Eterno se fue deslizando por mis dedos y las hojas volaron una tras otra dejando tras de sí su impronta imborrable en mi entendimiento, y de un modo particular al mostrar el sentido común en toda su crudeza y lustre. Hasta ahora ha sido mi última lectura terminada y sigo bajo su influjo. Intuyo que continuaré un tiempo pensando en la habilidad de un hombre como Don Gilbert en llevarnos sutilmente a través de paradojas, como de la mano, y aun a saltos, por un camino que descubrimos nuevo pero que llevaba delante de nuestras narices mucho tiempo. En Chesterton uno se cae del guindo. O mejor, hacemos el salto inverso del abismo a tierra. En el tradicionalismo tenemos autores así. Bueno, en realidad el tradicionalismo es eso: un baño de realidad y sentido común. Lo particular de Chesterton es que te conduce sin que lo notes y desde el otro lado, mientras piensas que juegas, cuando en realidad estás concluyendo un negocio muy serio. Chesterton no ha viajado a la modernidad, vive en ella por circunstancia coetánea y geográfica. La Inglaterra del siglo XX ya es una sociedad a las puertas de la postmodernidad, al menos en las ideas que los “intelectuales” de la época van delineando. En El Hombre Eterno se niega la mayor sin necesidad de grandes volúmenes enciclopédicos a toda una cosmovisión del hombre y su historia que aún hoy pervive. Chesterton responde en 1925 a las ideas “fuerza” (como diría un cursi) en las que se mueve el hombre de hoy. Es interesante porque el español medio (el que todavía piensa o quiere pensar) puede encontrar un camino entretenido pero revelador de vuelta a la cordura y el sentido común.


Mientras, y antes de volver a la Segunda Parte del Quijote, tras lo cual me espera quizá algo más de Aparisi o Mella (últimas adquisiciones en la feria del libro viejo de Madrid), he hecho un alto en el camino para leer a Tolkien. Lo que sí es seguro, es que me esperan “Ortodoxia”, “Lo que está mal en el mundo” y “san Francisco de Asís”. Quién sabe si, quizás, alguno se cuele, como el Chavo del 8, “sin querer queriendo”. Lo contaré aquí, D.m.

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